Pantufla vomitó las palabras que salían de su corazón.
No sabía hasta donde llegarían ni pretendía saberlo. Pero lo necesitaba. Necesitaba mostrarle a la gente de su pueblo, Sognolandia, que él había vuelto del viaje, de su viaje, que había encontrado una forma de volar y que ya nada sería igual. Porque traía en su mochila historias por contar. Ideas para implementar. Amores que ya no están.
El pueblo seguía igual que como lo había dejado el día que partió.
Casitas con techo a dos aguas, el aljibe de la plaza que todavía funcionaba, los frondosos árboles en las veredas que se seguían iluminando con cada amanecer. Los nenes jugando al 25 entre el cordón y el asfalto de la calle que en verano hervía y les raspaba las piernas cuando tropezaban, o se tiraban de cabeza a buscar la pelota. El almacén de don Julio seguía albergando los debates sobre el clima que las abuelas se daban el gusto de llevar a cabo en las tertulias matutinas, entre changos, bolsas de mandados y carros con rueditas. Las tardes de invierno seguían siendo testigo de las juntadas en el bar de Tito. Una taberna que no se destacaba por su apariencia, pero que abrazaba en sus paredes las historias mas osadas que sus habituales bebedores se animaban a contar entre tintos, whiskies y ginebras.
Y en el medio de todo ese pueblo, Pantufla.
Recién llegado de una aventura única y sin igual. La experiencia que permitió conocerse tanto a sí mismo hizo que ese día se sintiera sapo de otro pozo. Un joven desterrado. Alguien que no pertenecía más a ese pedazo de tierra. Es que se había dado cuenta de que su casa sería el mundo entero. Vagaría sin prisa con sus objetivos bajo el brazo. Echaría de menos un pasado que fue, pero que ya no es, y descubriría que su afán por abrirse puertas al mundo despertaría en él un ser que nunca imaginó.
Llevando sus relatos hacia cada rincón de Sognolandia, su pequeño pueblo.
Y así fue que ese tiempo en casa, en su antigua casa, en el pueblo que había dejado en pausa antes de partir, lo utilizó para predicar pequeños relatos de sus aventuras por el mundo. Para que sus amigos, su familia y sus vecinos pudiesen viajar a través de sus palabras, de su fantasía, de la magia que transmitían sus ojos al contar una aventura inolvidable. Comenzó a sentir que se le inflaba el pecho cada vez que hablaba para una, dos, tres, diez, veinte personas, y se dio cuenta que esto no tenía vuelta atrás.
Que viviría cada instante de sus viajes descubriendo historias para guardar en su mochila, y que las transmitiría en cada nuevo pueblo donde arribara. Porque entendió que ese era su propósito, que ese era su don. Y ya nada, excepto la muerte, podría frenarlo en la aventura de ser feliz con su misión. Con su riqueza. Con su pasión.
Porque de todo eso que le fue pasando estaba hecho él. Él era una historia en sí mismo. Un relato para contar. Un ejemplo de valentía y coraje para su pueblo. Por ir en busca de sus sueños. Por animarse a romper sus estructuras. Por confiar y ser él mismo en un mundo donde cada vez era más difícil encontrar la luz que activara el don de cada una de las personas.
Y él lo logró.
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